Una visión cristiana de la sociedad y de la civilización del amor

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Padre Shenan J. Boquet
Presidente
Human Life International

Las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica. En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a eliminar a la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil moralmente vinculante ─ Papa San Juan Pablo II, Evangelium Vitae, No. 72.

Es un hecho cierto, pero subestimado, que los animales casi nunca mueren de vejez. Mucho antes de que la vejez acabe con ellos, los animales debilitados sucumben a enfermedades, depredadores o inanición. Digo que este hecho es subestimado, porque apunta a una de las cosas más notables de los seres humanos: es decir, que nos cuidamos unos a otros, incluidos, o, mejor dicho, especialmente, a los más débiles entre nosotros. Por ejemplo, en lugar de abandonar a nuestra abuela cuando ya no puede trabajar, sacrificamos nuestro tiempo y recursos para asegurarnos de cuidarla mientras viva y termine su vida de manera natural rodeada de amor.

Dos visiones radicalmente diferentes de la sociedad humana

Algunos de los primeros filósofos modernos afirmaron que la civilización solo llegó a existir debido a nuestro temor mutuo y nuestro deseo de velar por nuestros propios intereses egoístas. Nos unimos en tribus cooperativas, dicen, solo para contrarrestar la amenaza de la violencia y para que eventualmente podamos obtener las cosas que queremos. En otras palabras, la civilización es solo un grupo de personas que han aceptado alguna versión de esta promesa: “Si no me quitas mis cosas, yo no te quitaré las tuyas”.

Esta es una visión increíblemente estrecha de la naturaleza humana y una comprensión peligrosamente reduccionista de la naturaleza de la sociedad. La visión cristiana de la sociedad es radicalmente diferente. Quizás se exprese mejor en la frase utilizada con tanta frecuencia por el Papa San Juan Pablo II: “la civilización de la vida y el amor”. Como sugiere la frase, en una sociedad verdaderamente sana, las personas están unidas no por el miedo o el interés propio, sino por lazos de amor mutuo.

Esta visión es el resultado natural de una antropología radicalmente diferente. En lugar de ver a los seres humanos simplemente como animales altamente desarrollados que luchan como otros animales para obtener nada más que comida, relaciones sexuales, placer y estatus social, la visión cristiana consiste en que los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, Quien los ha dotado con la capacidad de auto trascenderse y los ha destinado a la dicha eterna en la contemplación de la Esencia Divina. La Conferencia de Obispos Católicos de EEUU (USCCB) en su documento titulado Enseñanza Social Católica nos enseña que:

“La enseñanza social católica se basa y es inseparable de nuestra comprensión de la vida y la dignidad humanas. Cada ser humano es creado a imagen de Dios y redimido por Jesucristo y, por lo tanto, posee un valor inconmensurable y es digno de respeto como miembro de la familia humana. Toda persona, desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, tiene una dignidad inherente y un derecho a la vida acorde con esa dignidad. La dignidad humana viene de Dios, no de ninguna cualidad o logro humano”.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña lo mismo, cuando señala que una comprensión auténtica del “bien común” presupone el “respeto a la persona como tal”. “En nombre del bien común, las autoridades públicas están obligadas a respetar los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana”.

En la civilización del amor, una persona no protege los derechos y el bienestar de otro ser humano por medio de un cálculo exacto de ojo por ojo y diente por diente con la esperanza de que la otra persona haga lo mismo por él o ella. En cambio, una persona va al encuentro de otra persona porque es lo correcto: porque la otra persona, en virtud de ser una persona, se merece e incluso exige nuestra protección y amor.

En Evangelium Vitae, no. 27, el Papa San Juan Pablo II señaló “esos gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que un número incalculable de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos, residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la vida.” Durante dos mil años, la Iglesia ha encabezado innumerables esfuerzos caritativos, construyendo el bien común a imitación de nuestro Divino Maestro, quien ordenó a Sus discípulos: “Amaos los unos a los otros. Como yo los he amado, también ustedes deben amarse unos a otros”.

El ser humano es capaz de auto trascenderse, de salir de sí mismo para cuidar del otro sin otro motivo ulterior que valorar al otro por la persona que es y tratarlo con la dignidad que se merece. Es esta increíble capacidad la que los cínicos filósofos modernos pasaron por alto por completo. Y, sin embargo, sin esta capacidad, la sociedad humana no solo se construye sobre una base de arena, sino de arenas movedizas. Cualquier sociedad que se base puramente en principios de interés propio, a la primera señal de inestabilidad, se desgarrará. Inevitablemente, son los miembros más débiles los que sufrirán más.

La “cultura” de la muerte

La visión de la “sociedad” descrita por algunos filósofos modernos cínicos se parece mucho a la formada por Satanás y sus secuaces, como la describe John Milton en su obra Paradise Lost (“El paraíso perdido”, traducción libre). Aunque consumidos por la envidia y el desprecio mutuo, los demonios están unidos por su odio común hacia Dios y el deseo de pervertir a la raza humana. Satanás es el señor supremo de una verdadera sociedad en la que los miembros cooperan para lograr un objetivo común; pero ¡qué tipo de sociedad, con qué tipo de cultura!

Una cultura de pecado. Una cultura de muerte.

En nuestro mundo, la civilización del amor nunca ha existido en su forma pura, al menos no desde esa civilización de corta duración de dos personas en el Jardín del Edén. En cambio, la civilización del amor y la “cultura” de la muerte se entremezclan. En varios tiempos y en varios lugares, una u otra civilización está en ascenso, mientras que la otra está enferma.

Mi temor, sin embargo, es que no solo la “cultura” de la muerte sea ahora la dominante, sino que en muchos casos incluso hemos perdido de vista el hecho de que cualquier otra forma de cultura es deseable, o incluso posible. De hecho, me temo que lo que estamos experimentando ahora es una inversión diabólica, en la que la anti-civilización encarnada por Satanás y sus secuaces propicie que el único “vínculo” que nos “una” sea el egoísmo y los odios compartidos, y que se considere este falso “vínculo” como el ideal.

Pocos meno que bestias

Hace unas semanas, cité a San Agustín en su obra Sobre la Trinidad, donde señala la paradoja de que, al esforzarse por llegar a ser como Dios, los seres humanos se degradan inevitablemente y, en cambio, se asemejan a las bestias. En realidad, sin embargo, nuestro caso es peor que el descrito por San Agustín. Al esforzarse por llegar a ser como Dios, o peor aún, a suplantar a Dios, los seres humanos a menudo se hunden por debajo del nivel de las bestias, volviéndose, por así decirlo, más bestiales que las bestias.

Una madre gata sabe lo suficiente como para atesorar y cuidar a sus gatitos. Sin embargo, en nuestra adoración de la “autonomía” radical y una noción enferma de la “libertad” (es decir, en nuestros esfuerzos por llegar a ser como Dios), ahora celebramos el “derecho” de las madres y los padres a elegir que sus propios hijos sean eliminados por medio del aborto. Y aunque es posible que un gato adulto no haga mucho para proteger a su madre o abuela en su vejez, ahora estamos defendiendo el “derecho” de nuestra abuela a suicidarse o a que la maten por medio de la eutanasia. Lo que más distingue a la sociedad humana de la de los animales – nuestra valoración de otros seres humanos no por lo que puedan hacer, sino por lo que son – está desapareciendo.

En el fondo, esta inversión total de valores se deriva de nuestra pérdida del sentido de la dignidad de la persona humana, que a su vez se deriva de nuestra pérdida del sentido de Dios, a cuya imagen ha sido creada la persona humana. Para citar nuevamente al Papa San Juan Pablo II en Evangelium Vitae, no. 21: “perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. A su vez, la violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respeto a la vida humana y su dignidad, produce una especie de progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia vivificante y salvadora de Dios”.

Construyamos una civilización del amor

Contrariamente a las afirmaciones de los pragmáticos cínicos, lo más útil del mundo es un ideal inalcanzable. Aunque este ideal sea inalcanzable, la persona con tal ideal al menos sabe en qué dirección debe dirigirse. La concepción “pragmática” moderna de la sociedad, que la ve simplemente como un medio para proteger la “libertad”, sin ninguna noción de para qué sirve la libertad, en el mejor de los casos deja a la gente perdida y confundida, y en el peor los envía a marchar precisamente en la dirección equivocada.

Como cristianos, debemos recordarnos constantemente el ideal - la “civilización del amor” del Papa San Juan Pablo II - y resistir el encanto de los engaños del maligno. Incluso en los círculos conservadores, uno a menudo se encuentra con la idea de que la única razón por la que existe la sociedad es para proteger nuestra “libertad”, entendida en el sentido estricto de la capacidad de hacer lo que queramos. En realidad, la sociedad existe para proteger y promover el bien común, entendido en el rico sentido del florecimiento humano. El bien común, dice el Catecismo, no. 1906, es “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección”.

Los seres humanos, sin embargo, solo logran su verdadera perfección y realización en las relaciones de amor, primero con Dios y luego entre sí. Esta comprensión cristiana del “bien común” como creación de una civilización del amor es un ideal inalcanzable. Tal civilización nunca existirá en forma perfecta en este mundo. Sin embargo, en la medida en que obremos en pro de ese ideal, transformaremos este mundo en un anticipo del Cielo.

Con un ideal tan hermoso en nuestra mente y en nuestro corazón, nosotros, en el movimiento provida y a favor de la familia, adquiriremos nuevas fuerzas para trabajar contra las grandes amenazas a ese ideal por parte de la “cultura” actual de la muerte: aborto, eutanasia, investigación con células madre embrionarias y otros ataques a la vida y la dignidad humanas. Oremos, entonces, con el Papa San Juan Pablo II: “Que Dios nos fortalezca en nuestro esfuerzo por generar una cultura de vida y solidaridad para el verdadero bien de toda la sociedad humana”.

Vida Humana Internacional agradece a José Antonio Zunino la traducción de este artículo.


Publicado originalmente en inglés el 19 de octubre del 2020 en: https://www.hli.org/2020/10/christian-vision-of-society-civilization-of-love/